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«¡Vaya, Ruaut! ¿Sigues aquí? ¡Qué suerte tuvimos!». ¿Cuántas veces abracé a esos chicos llorando? «Todavía no nos toca, ¿eh, amigo?». ¿Cuántas veces hicimos eso? ¿Quince? ¿Veinte? Por nada. Nadie creería eso. Nadie lo creería. Yo, a veces, no lo creo. Cuando me tocó a mí y me encontré dado vuelta, sin mi pierna, ¿sabes qué hice? Me reí, viejo. Me meé de la risa de lo feliz que estaba. «Ya está», pensé. «Este obús era para ti. Te hizo la herida perfecta. «Ganaste la lotería, querido. «Te vas de aquí». Fue el mejor día de mi vida. ¿Me crees? Sí, te creo. A mí se me fue el miedo cuando me dieron con la bayoneta. Cerré los ojos y pensé: «Listo, ya está. «Al fin podré dormir, descansar». Así empecé a escribir. Porque allá, un día, me di cuenta de que olvidaba todo. A mi compañero muerto. Aunque su cadáver estuviera ahí y lo usáramos para reforzar el parapeto como una bolsa. Nadie hablaba. Estaba ahí, mirándonos, con sus ojos de pescado, y no lo veíamos más. Él era una cosa muerta y nosotros una cosa viva. Ocupados tratando no morir,